viernes, 18 de abril de 2008

Perfecto

Una voluptuosa mujer detuvo la marcha de mi viejo y destruido Renault 12, a pocas cuadras de mi casa.
Me apunto con un revólver calibre 45 directo a la cabeza. La contienda no sería nada fácil. Mis miedos estaban más cerca de un baño que de las ganas de huir.
Sólo tuvo que mirarme para que yo me diera cuenta de que tenía que bajar del coche. Bajé (quién no lo hubiera hecho con un arma en la sien). Ni siquiera habló. Dejó tirado sobre el asfalto un cuchillo ensangrentado, se subió a mi auto y partió alocadamente.
Sin entender aún lo que había sucedido, tomé con cuidado el cuchillo, me dirigí hacia mi casa, una hermosa cabaña ubicada a pocas cuadras del lugar del crimen.
- Agente, admito que haber tomado el cuchillo fue sólo un acto reflejo, le dije al uniformado que me llevó prisionero, acusado por un doble asesinato que yo no había cometido, aunque justifiqué (éste fue un segundo error) que me hubiera gustado ser el autor de tamaña masacre.
Al entrar en la vivienda, como de costumbre, sólo atinaba encontrarme con los brazos de mi esposa para contarle lo que había ocurrido.
Sobre la mesa que está pegada a la pared de acceso al living seguía firme el portarretrato con la feliz foto de nuestro casamiento. Eso me dio fuerzas como para olvidar por algunos minutos el insólito asalto.
Subí las escaleras hasta la habitación y cuando abrí la puerta mi mujer yacía en el piso, ensangrentada. Muerta. A su lado, desnudo, un joven de treinta y pico de años, acuchillado. Sus restos de sangre parecían unirse en los coágulos que se formaban sobre el piso, como el fatídico amor que derivó en sus muertes.
Dos minutos más tarde llegó la Policía. Los agentes encontraron el cuchillo, empapado aún de un rojo seco, impregnado de un aroma a carne blanda recién penetrada.
Yo aún sigo detenido por la muerte de mi esposa y su amante. La verdadera asesina escapó pensando que mis teorías jamás convencerían a la Policía. Lo consiguió.

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